DESDE MI VENTANA
Todos y cada uno de los días que he mirado por la ventana he visto al mismo ratonero volar bajo entre mi bloque y el de enfrente. Lejos de venírseme a la cabeza metáforas sobre el libre vuelo del ave, deduzco que todos los días, a estas horas de la mañana, busca algo que comer en la huerta justo debajo de él. Algún roedor menos rápido y ágil de lo que debería será su presa de hoy.
Me gusta verlo y fijar la vista en él. Si la elevo un poco más, distingo al fondo las laderas de las montañas. La mayoría de los días solo puedo ver las faldas, pues las nubes han bajado demasiado y esconden la cima tras un misterioso gris.
Si mi ventana tuviera alfeizar, me apoyaría en él para sentir el viento en la cara, para disfrutar con los paseos matutinos de quienes tienen la mañana libre y de las carreras vespertinas de quienes -como yo -no pueden estar quietos ni un día.
No creo que sea coincidencia que las ventanas hayan sido protagonistas de metáforas desde sus inicios. Ventanas a otros mundos, ventanas que sirvan como lugar de reunión entre amantes… ventanas indiscretas desde las que resolver crímenes y desde las que cantar los buenos días a los pajarillos que las rondan. Y ventanas desde las que “¡Agua va!” -aunque no fuera agua.
Y, si ya tenían cierta importancia, ni que decir tiene que en los últimos meses su relevancia se ha vuelto indiscutible. Ventanas, balcones, áticos y azoteas han representado su milenaria labor mejor durante esta pandemia que, posiblemente, en épocas anteriores. Nos han hecho sentir que salir no era tan importante si te daban los rayos del sol en la cara o el viento te movía el pelo desde el balcón; nos han hecho saludar a amigos que hacía tiempo que no veíamos y poder estar un poquito más cerca…
Pero, sobre todo, nos han hecho descubrir: cómo viven nuestros vecinos, cómo cantan los de enfrente, cómo corrían los niños contentos el primer día que salieron…
Y, desde aquí, como si de un alfeizar se tratase, me apoyo en la parte llana de la ventana para poder apreciar, un día más, el vuelo de ese ratonero. Porque nada perdura para siempre, pero parece que el pájaro no tiene prisa por cambiar su rutina.
Celia Varona.